Franz Schubert 1797 - 1828.
Jamás hombre alguno vino a la tierra con aquellos portentosos dotes musicales. Era como una fuente inagotable de armonías. Y nunca habían manado con tan rica abundancia como en los últimos años de su corta vida. Brotaba de él la música con tal atropellada e hirviente espontaneidad, que no le costaba ningún trabajo componer un cuarteto y trasladarlo al pentagrama en el tiempo que hoy emplea un hábil copista en transcribirlo.
¿Recuerda usted la Serenata, de ese lírico ensueño que dejará de arrobarnos solo cuando las puestas de sol y el canto vibrante del ruiseñor pierdan su hermosura y su penetrante hechizo? Mientras arda la lámpara de nuestra civilización, se recordará en el mundo la Serenata de Schubert. Y sin embargo, el propio Schubert fue capaz de olvidarla. Había él compuesto ese poema imperecedero para sorprender y agasajar a una jovencita que celebraba su cumpleaños. Se había convenido que el autor tocase el acompañamiento de los que habrían de cantar bajo los balcones de la festejada.
Se transportó con gran sigilo un piano al amparo de la penumbra crepuscular. Los cantores llegaron puntualmente, no así Franz, a quien se le había olvidado la cita.
A pesar de que solo contaba treinta y un años de edad al morir, produjo más de un millar de obras. En el inventario póstumo de sus bienes se pecó de exagerado optimismo al fijar en ocho chelines y medio el valor probable del ingente montón de manuscritos que dejó, y en el cual se hallaban, de seguro, varias de las obras maestras de aquel postrero año de su vida. Quedaron dispersas por Viena muchas de esas menospreciadas reliquias de su genio. Veinticinco años después, un joven, Arturo Sullivan, cruzó el Canal en compañía de su amigo Grove y revolviendo en la montaña de papeles que llenaban un armario olvidado, encontró los pasajes perdidos de Rosamunda. Hacía rato ya que había sonado ya la última campanada de medianoche cuando dieron con ese tesoro, y las primeras luces de la aurora los sorprendieron enfrascados todavía en la tarea de copiarlo.
En su juventud y su amor a la memoria de Schubert, no encontraron otro medio más adecuado de expresar su alborozo que ponerse a jugar a la cobija hasta que los cafés abrieran sus puertas.
Por una ironía del destino fue su propia fecundidad la que ocasionó la pobreza de Schubert. Componía, a veces, una docena de canciones en un solo día y se esforzaba, ingenuamente en obtener por ellas un buen precio de un editor que no había tenido aún tiempo de imprimir las dos docenas que le había vendido el mes anterior.
¿Sabe usted qué fue lo último que escribió Schubert? Pues fue una carta, una carta a su amigo el poeta Franz von Schober con quien había compartido un aposento, en los primeros meses de aquel año, en el parador del Tejón Azul, hasta que, no pudiendo pagar la mitad del alquiler que le correspondía, tuvo que mudarse.
Lea cómo en ese documento tan patético, en medio de su fácil jovialidad, se revela el espíritu de un hijo predilecto de las Musas para quien apenas cuentan las calamidades y aflicciones corporales.
Franz von Schober.
Decía así la carta:
11 de noviembre de 1828
Mi querido Schober:
Estoy enfermo. Tengo once días que no como ni bebo cosa alguna. Estoy tan decaído y tan cansado que solo puedo moverme de la cama a una silla y viceversa. Rhina me está cuidando. Si pruebo algo, lo vomito en seguida. Dada mi triste situación, ten la bondad de mandarme algo para leer.
He leído ya El Último Mohicano, El Espía, El Piloto y Los Exploradores, de Cooper. Si tienes otra de sus obras, te ruego que se las entregues a la señora van Gogner, en el café. Mi hermano, que es la puntualidad personificada, se encargará de traérmela del modo más puntual. Mándame si no, cualquier otro libro.
Tu amigo
Schubert.
Alexander Woollcott
1 comentario:
Muy interesante, gracias
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