domingo, 6 de octubre de 2013

Década prodigiosa de un genio llamado Velázquez

En primer plano, «Las Meninas», de Mazo. Al fondo, «Felipe Próspero», de Velázquez / Foto: José Ramón Ladra
El Museo del Prado vuelve a apostar por su hijo predilecto con una exposición centrada en los últimos años de su carrera y el retrato cortesano español
Segunda mitad del siglo XVII. España padece una grave crisis económica (está al borde de la bancarrota) y otra, no menos importante, dinásticaFelipe IV se casa en segundas nupcias con su sobrina Mariana de Austria en 1649 (él tiene 49 años, ella aún no había cumplido los 15) y hasta 1657 no nacería un varón (Felipe Próspero, nombre que resultó muy poco visionario), garantizando así la tan ansiada sucesión. A ello hay que sumar que el país se hallaba en guerra con Francia, Gran Bretaña y Portugal. Demasiados frentes abiertos incluso para el Rey Planeta. Es ése el complejo entorno en el que un pintor sevillano logró convertirse en uno de los mayores genios de la Historia del Arte y el marco de la nueva exposición del Prado, que vuelve a rendirse a su hijo predilecto.
Velázquez y Felipe IV protagonizaron un tándem perfecto durante cuatro décadas. El primero, garantizándose el monopolio y el control casi absoluto (con la única excepción de Rubens) de la imagen real como pintor de Corte, logrando así la promoción y el ascenso social que siempre anheló. Llegó a ingresar en la exclusiva Orden de Santiago. Felipe IV fue el Monarca con mayor conocimiento en pintura. Tenía un irrefrenable furor coleccionista.
Tres obras maestras de Velázquez, préstamos del Kunsthistorisches Museum de Viena / Foto: José Ramón Ladra

Arte y política

Pocas veces en la Historia, arte y política estuvieron tan próximos. Para solucionar conflictos diplomáticos y sellar nuevas alianzas, nada mejor que amañar los matrimonios de las pobres Infantas. A María Teresa, hija mayor de Felipe IV, quieren casarla con el archiduque Leopoldo Guillermo. Le hacen retratos y los envían a Viena. Pero los franceses, con su savoir faire, se adelantan y piden su retrato: Luis XIV gana la partida. Que Cristina de Suecia quiere acercarse a Felipe IV, pues le regala «Adán» y «Eva» de Durero.
Explica Javier Portús, comisario de la exposición, que el retrato «era el género que le permitía a Velázquez acceder más directamente a la intimidad de los poderosos y el que podía proporcionarle honores más rápidos y efectivos». Lo consiguió con Felipe IV y con Inocencio X. Pero mucho antes que él ya canjearon arte por honores Apeles al retratar a Alejandro Magno y Tiziano, que hizo lo propio con Carlos V y Felipe II.
Dos hombres admiran el «Retrato de Felipe IV», de Velázquez, propiedad del Prado / Foto: José Ramón Ladra

Álbum de familia (real)

La exposición, patrocinada por la Fundación AXA y que el lunes inaugurarán la Reina Doña Sofía y el presidente austriaco, nos abre de par en par un álbum de familia (Felipe IV, su segunda esposa y sus hijos), a través de los retratos de Velázquez. En 1990 el Prado celebró una monográfica del artista -la mayor hasta la fecha-, que se convirtió en un hito y, según su director, Miguel Zugaza, supuso un punto de inflexión en la vida pública del museo. Mucho antes que la dalimanía, se instaló en Madrid la velazquezmanía. Larguísimas colas se arracimaban ante el Prado para adorar al nuevo becerro de oro. Entonces colgaron en el museo 79 obras. Fue una muestra irrepetible.
Versión del «Retrato de Inocencio X» que Velázquez se llevó a España / Foto: José Ramón Ladra

Una pequeña gran joya

En esta ocasión, se trata tan solo de 29 cuadros, y 14 ni siquiera son de Velázquez. Pero lo que, sobre el papel, parecía una decepción se torna al visitarla en una gratísima sorpresa. Es una pequeña gran joya, una muestra exquisita. Pocas veces vemos tanta calidad en tan pocos metros cuadrados. Hay obras que nunca han viajado a España y el Kunsthistorisches Museum de Viena ha desmontado, literalmente, sus salas de Velázquez. Como contrapartida, acogerá una muestra del maestro sevillano con importantes préstamos del Prado.
Si sumamos el medio centenar de Velázquez que atesora la pinacoteca española en sus salas y los excepcionales préstamos de esta exposición, el Prado es hoy más que nunca la Casa de Velázquez, pues alberga sus mejores retratos. Salvo dos grandísimas ausencias: el «Retrato de Inocencio X», de la Galería Doria Pamphilj de Roma, y el «Retrato de Juan de Pareja», del Metropolitan neoyorquino. Apenas se prestan y ambos ya han estado en el Prado.
El barbero del Papa era finalmente un oficial mayor de la Secretaría del Pontífice / Foto: José Ramón Ladra
«Las Meninas», su obra cumbre
La exposición, que permanecerá abierta hasta el 9 de febrero, abarca los últimos 11 años en la carrera de Velázquez: de 1649 a 1660. Pero son los más brillantes. Es entonces cuando pinta su obra cumbre, «Las Meninas», que no se mueve de la Sala XII. Esta emocionante aventura arranca en el segundo viaje a Italia del pintor (de finales de 1648 a 1651). El Rey le reclama en Madrid con insistencia y urgencia -aún no ha retratado a la nueva Reina-, pero Velázquez no tiene ninguna prisa por regresar a la Corte: había triunfado en el amor (tuvo una amante que le dio un hijo) y también en el trabajo.
La muestra nos lleva a la Corte papal de Inocencio X, donde Velázquez se encumbró como retratista, inmortalizando a relevantes miembros de la Curia: los cardenales Camillo Massimi y Camillo Astalli, el oficial Ferdinando Brandani y el mismísimo Inocencio X. De los 12 retratos que hizo en Italia, se conservan 6 y en la muestra cuelgan 4. Portús advierte, comparando los retratos velazqueños del Rey y el Papa, que pintó a éste «poderoso, desconfiado, de forma invasiva», mientras que a Felipe IV lo retrata «de forma distante y evasiva».
Mariana de Austra (izquierda), junto a su prima e hijastra María Teresa. Ambas obras, de Velázquez / Foto: José Ramón Ladra

Endogamia en la Corte

La profunda endogamia de la Corte española de la época (se casan familiares entre sí) provoca, según Portús, una gran uniformidad en los rostros: todos se parecen, todos tienen los mismos rasgos. Muy interesante, el tú a tú entre la Reina Mariana de Austria y la Infanta María Teresa (primas, pero también madrastra e hijastra). Genial, el retrato de esta última con mariposas en el pelo, préstamo del MET: una metáfora del arte de Velázquez, siempre en proceso de transformación. Pero la gran protagonista de la muestra es la Infanta Margarita, presente hasta en 11 cuadros.
En estos últimos años de la carrera de Velázquez los retratos de hombres maduros, que habían centrado su etapa anterior, dejan paso a los retratos femeninos e infantiles. «En ellos cambia la composición y hay una nueva gama cromática. Es un mago del color. Con certeros golpes de pincel crea una sensación de ilusión. Se desborda la parte más sensual y pictórica de Velázquez, que cuida mucho los detalles y crea espacios profundos y misteriosos», apunta Portús.
Cuatro retratos cortesanos pintados por Mazo y Carreño de Miranda / Foto: José Ramón Ladra

El taller y sus herederos

Así se aprecia en la impresionante galería de Infantas y el Príncipe niño. Precisamente, con la llegada de la nueva Reina y el nacimiento de sus hijos crece la demanda de retratos y Velázquez recurre a su taller, que tuvo una intensa actividad haciendo copias y versiones de sus cuadros. Es uno de los aspectos menos estudiados de la producción de Velázquez y más interesantes de la exposición, donde cuelgan dos obras de su taller cedidos por el Louvre.
La exposición concluye con el retrato cortesano español de 1660 (año de la muerte de Velázquez) a 1680, y con Mazo y Carreño de Miranda como principales herederos del maestro. «Hay vida después de Velázquez», sentencia Portús. Del primero, destaca obras como una copia de «Las Meninas» y «La familia del pintor» (donde deconstruye «Las Meninas» de su suegro). Carreño homenajea al maestro en espléndidas obras como los retratos de Carlos II y Mariana de Austria. En realidad, la exposición no termina aquí. No puede acabar de otra manera la visita que revisitando la sala XII y, admirando, de nuevo, «Las Meninas», que «no es una pintura de historia sino un enorme retrato real, un acertijo visual, un auténtico alarde técnico», en palabras de Javier Portús.
Natividad Pulido / Madrid

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